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    Francisco, el Papa que la vio

    abril 27, 2025
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    El concepto de periferia fue utilizado por muchos intelectuales durante el siglo pasado. Immanuel Wallerstein en su teoría del sistema-mundo afirmaba, a grandísimos rasgos, que las dinámicas mundiales funcionaban mediante mecanismos que distribuían los recursos desde la periferia hacia el centro, dando como resultado un desarrollo desigual, asimétrico, injusto. El estructuralismo latinoamericano, que tuvo muchos puntos de contacto con movimientos políticos nacional-populares o desarrollistas del continente, también le daba al concepto de periferia un significado tal que permitía explicar por qué algunas naciones gozaban de las bondades del capitalismo mientras que otras debían conformarse con los despojos.
    Francisco fue el Papa de las periferias. No hay originalidad en esto: el lector o lectora habrá escuchado o leído esto en varias ocasiones desde el 21 de abril hasta hoy. Sin embargo, sería una picardía minimizar la potencialidad de esa definición. Si las teorías críticas y el pensamiento académico es necesario para comprender la realidad, la política es necesaria para transformarla. Algo de esto decía Gramsci al hablar de los intelectuales orgánicos.

    Primera conclusión: unificando el concepto de periferia y el pontificado de Francisco hubo desarrollo de ideas, pero también praxis política. Sectores conservadores de la Iglesia criticaron los posicionamientos políticos explícitos del Papa argentino. “Muy politizado”, diría la doña de los almuerzos. No solo porque se definió como un Papa periférico, “del fin del mundo”, sino porque abogó constantemente por resignificar y transformar la realidad de esas naciones periféricas. Entendía que si la periferia “se trasladaba al centro” —metáfora de fenómenos actuales como las crisis migratorias— se debía a la imposibilidad de vivir en aquellas periferias, por las guerras, la desigualdad, la violencia o el hambre.
    Tomar partido por la periferia implicó también cuestionar la impostada inocencia de los centros de poder por problemas globales como el cambio climático. Sí, hay que asumir la responsabilidad como raza humana para cuidar nuestra “casa común”, otro concepto que demuestra el anhelo de unidad más allá de credos y nacionalidades. Pero sostener que nuestros países, periféricos como son, tienen la misma responsabilidad del deterioro constante del planeta que aquellas naciones que lo causaron para convertirse en ese centro desarrollado, es una injusticia histórica. Aquí también Francisco tuvo praxis política. Defensa de las ideas. Anhelos de transformación de la realidad.
    Jorge Mario Bergoglio se convirtió en Papa 5 años después de la crisis financiera global del 2008, donde el capitalismo hiper-financiarizado mostró claramente sus límites. Las crisis, diría un optimista, es una oportunidad. Esa oportunidad se perdió por la obstinación del poder en no corregir nada, sino ir hacia el mismo camino con mayor rapidez. Hoy, el capitalismo global ha girado hacia el dinero digital y un mayor crecimiento de la especulación financiera a expensas de la producción. Tanto es así que el fútbol y la juventud hoy están más asociados a problemas de ludopatía que al deporte y la alegría de jugar. Los peligros de esto fueron expuestos en la encíclica Fratelli Tutti en 2020, cuando la idea de reformar la arquitectura financiera ya había pasado definitivamente de moda.
    El otro gran fenómeno global durante su papado fue la pandemia. Otra vez, un optimista habrá pensado que de allí saldríamos mejores. Más solidarios. Tampoco fue así. El poder, a caballo de una falsa “crítica hacia el establishment” promovió la fragmentación de los pueblos y la impugnación, cuando no eliminación, del que piensa o es distinto. En esa terquedad de, literalmente, defender ideas hasta la muerte, Francisco también planteó la necesidad de “remar juntos, ya que todos estamos en la misma barca”.

    Que no se confunda quien lea estas líneas. Acá no se defiende a la ingenuidad propia del necio que persigue utopías. La única manera de alcanzarlas es con una fuerte dosis de pragmatismo. El Papa Francisco intervino en muchísimos enfrentamientos, desde la guerra en Ucrania al conflicto histórico e ideológico entre Cuba y Estados Unidos, con un pragmatismo patente. Fue blanco de críticas cuando llamó a Putin y a Zelenski a negociar, acusándolo de cómplice de la invasión rusa. Tres años y medio más tarde, los organismos internacionales no pueden ponerse de acuerdo en dar una cifra de víctimas totales que fácilmente supera las 300.000 personas. Y probablemente, la guerra terminará como propuso Francisco: sentando a las partes en una mesa a negociar.
    Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es la falta de liderazgos inspiradores, de esos que contagian. Ese liderazgo surgió del asiento de una de las instituciones más conservadoras de la historia. ¿Qué dice esto de nosotros, que reivindicamos la política, que el tipo que más coraje mostró en denunciar y actuar contra la globalización del descarte fue el mismísimo Obispo de Roma? ¿Dónde quedaron los líderes políticos que contagiaban las ganas de pelear por un mundo más amable? ¿Quién se enfrenta hoy a los tecnoemperadores que emplean, tanto en el centro como en la periferia, a lacayos útiles para seguir fragmentando a nuestras sociedades?
    Ante el fenómeno de la sociedad fragmentada, encerrada en sus teléfonos y en sus vidas ultra individualizadas, que normaliza la crueldad y la indiferencia frente a aquellos que están despojados de todo, se le opone la idea de tender puentes con el otro, con el que es distinto, a como dé lugar. Eso es lo que vio Francisco y lo que sedujo a cristianos desencantados, a ateos y agnósticos que no son indiferentes, como se define el que firma estas líneas, y a muchos fieles de otras religiones.
    Esa, y no otra, es la única manera de salir del letargo y empezar a desfilar.

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