Hace casi ocho años, la vida de Marina Chamorro cambió para siempre. Perdió a su compañero de vida, José Ponce, en un hecho que no solo fue doloroso, sino también brutal: fue atropellado y asesinado. Desde entonces, Marina no solo carga con la ausencia, sino también con una herida abierta que el tiempo no ha logrado cerrar.
Hoy, esa herida vuelve a sangrar. La reciente sentencia dictada por la Justicia —tres años de prisión en suspenso para Erik Rebollo, el responsable de la muerte de José— deja un sabor amargo e incomprensible. No habrá cárcel, no habrá encierro. Solo una pena simbólica que no repara ni consuela.
«¿Qué valor tiene una vida humana?», se pregunta Marina, en un desgarrador mensaje que refleja el dolor de miles de familiares que, como ella, sienten que el sistema judicial no los escucha, no los ve. Una condena que no alcanza, que no repara, que no sana.
La justicia, que debería ser el último refugio de quienes sufren, hoy parece dar un mensaje peligroso: se puede matar y seguir libre.
«Que Justicia, che. ¡Muy, muy tibia!», concluye Marina. Una frase simple, pero contundente.