Por Alejandro Maidana
Esta profesión tiene por costumbre correr detrás de la primicia para tratar de picar en punta abordando una noticia que en no más de 5 minutos, ya formará parte de las primeras planas de medios locales, nacionales e internacionales. Las noticias de impacto suelen ser las utilizadas como ariete para despertar el interés tanto del lector, como del oyente o televidente. La espinosa realidad que atraviesa el país, parece no hacerle lugar a esos testimonios que invitan a creer que otro mañana es posible, que no hay piedra en el camino que no se pueda sortear, que vale la pena contar esas historias que sirven de combustible para el alma.
Héctor Pigliapoco tiene 83 años y una vida dedicada al reparto de carnes, una actividad que lo tuvo arriba de un camión por más de 50 años. La pandemia, como a la enorme mayoría de la población mundial, dejó huellas que difícilmente se puedan ocultar a corto o mediano plazo. Pero lejos de hacer reposar su espíritu inquieto, Héctor le dio paso a un viejo sueño de pibe, puso en marcha su inagotable imaginación para darle vida a distintas figuras que, a través de un mecanismo ideado por el mismo, parecen moverse con total independencia de la ayuda del hombre.
Este Geppeto nacido en Álvarez y rosarino por adopción, atraviesa una enfermedad conocida como Parkinson, una afección cerebral que, gracias al ejercicio cotidiano de poner la mente y las manos a andar, parece haber encontrado un escollo del cual no puede sortear para seguir avanzado. Imposible que los recuerdos no ganen terreno, si al contemplar los trabajos realizados por Héctor Pigliapoco, pareciera estar recorriendo aquel inmenso y entrañable taller de juguetes como lo fue “La Gran Muñeca”. Un espacio inolvidable que gracias a las manos del “Titi”, el doctor de los muñecos, transformaba a calle San Luis entre Maipú y Laprida, en una cuadra sumamente mágica y repleta de duendes.
Por ello, la historia de Héctor no es una más, es un salvoconducto que invita a soñar y a regar de esperanza el suelo de una ciudad que atraviesa tiempos aciagos. Tanto Martín como Damián, sus hijos, y quiénes no dudan en visibilizar su orgullo por el camino transitado por su padre, sostienen que si los más pequeños pudiesen interiorizarse de cómo se van armando los mecanismos para la creación de los trabajos de Héctor, se verían interesados en poder llevar a cabo los suyos.
En tiempos donde la inmediatez y los tutoriales le ganan por goleada a la paciencia e imaginación, poner el cerebro y el corazón en funcionamiento pleno, resulta una tarea revolucionaria. Por allí andan los nietos de Héctor, mirando de reojo las creaciones de su abuelo y esperando el momento indicado para poder adueñarse de aquello que, si bien ya trascendió generaciones, hoy busca erigirse como antídoto casero contra la desesperanza y guardián de los recuerdos más dulces y sinceros.